lunes, 8 de abril de 2013

Mi puerto seguro

Solo quise desaparecer. ¿¡Qué cojones!? Me hiciste enfadar con el mundo. Nada, absolutamente nada, tenía sentido. ¿Qué hago con mi vida? Repetía mi subconsciente. En mi cabeza me imaginaba a mi misma tirándome de los pelos cual loca con gatos, o ratones, esperando a que volvieses. Por fuera, era solo un amago de sonrisa, más propio de un alma en pena que intenta no perder la compostura. ¡Huye de la pesadilla! Esa cárcel donde me encierro porque tú estás tras esa verja. Quería sentirme libre, aunque eso significase salir de la cárcel de tus palabras bonitas, porque al fin y al cabo no son más que eso, palabras que el viento se lleva. Y déjame decirte que ahora el viento sopla fuerte. Ya lleva soplando fuerte desde hace algún tiempo. Motivo más aún para volverme más loca de lo que ya me tienes, de lo que ya estaba. Palabras. Mentiras. Huye. Corre. Abandona este puto juego. Y lo hice.

¿Pero adónde vas cuando nadie en el mundo puede consolarte? ¿Cuando ningún lugar es lo suficientemente tranquilo como para calmar la tormenta de tu pecho? Sin rumbo. Te abandonas a tu suerte. Te encuentras en un barco sin timón, donde tu corazón son las propias olas que te mueven y te llevan hasta tu destino.

Andar por andar. Sentir el instinto dentro de ti. Dejarte llevar. Entonces me di cuenta de que todos tenemos ese rincón especial, aunque muchas veces no lo sepamos. Acabamos ahí una y otra vez, escondidos de un mundo que nos asusta. Sólo sabemos que hemos llegado a ese lugar cuando nuestro interior deja de comportarse como una fiera. Cuando por fin las olas se convierten en calma tras haberte dejado en tierra firme, en tu puerto seguro. No lo sabías, pero ibas buscando ese lugar desde el principio, desde que te calzaste los zapatos y fuiste siguiendo tus propias pisadas, aún por andar.

Entonces, cuando llegas, lo sabes. Estás en casa, esa casa donde estás a salvo de lo más peligroso: de ti mismo.

Y tú, ¿tienes también tu refugio?

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